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El amanecer llanero del 12 de noviembre iluminó los pasillos del Hospital Regional de la Orinoquia con un brillo distinto. No era un día cualquiera. Desde muy temprano, madres y padres llegaron cargando no solo a sus hijos, sino también sus sueños, sus miedos y esa esperanza silenciosa que nace cuando la vida ofrece una segunda oportunidad.
Nosotros, estudiantes de Fonoaudiología de la Universidad de Santander (UDES), llegamos con el corazón acelerado y las manos inquietas, conscientes de que estábamos a punto de vivir algo que trascendería cualquier libro, clase o examen.

La Fundación Dibujando Alegría nos había convocado a una misión que, más que una jornada quirúrgica, se convertiría en una lección de humanidad.
Las horas transcurrieron entre valoraciones, preguntas, historias y miradas que decían más que cualquier diagnóstico. Cada niño o adulto con labio o paladar hendido traía consigo un mundo: el silencio de quien aún no puede pronunciar lo que piensa, la dificultad para alimentarse o el anhelo de una familia que solo quiere verlo crecer sin barreras. Allí entendimos que la voz, la deglución y el lenguaje no son simples funciones; son ventanas a la dignidad y al encuentro con los otros.
Guiados por nuestra docente, Martha Cecilia Gómez Landazábal, y acompañados de un gran equipo de profesionales médicos, cirujanos, anestesiólogos, enfermeros, instrumentadores y odontólogos, descubrimos lo que significa trabajar verdaderamente en conjunto.
Sus saberes y los nuestros encajaban como piezas de un rompecabezas: lo que ellos reconstruían en el quirófano, nosotros lo acompañábamos en el despertar del lenguaje, en la seguridad al tragar y en la preparación para el regreso a casa.

Cada cirugía era un punto de partida, no un final. Después del bisturí llegaba nuestro turno: enseñar a las familias cómo proteger la herida, cómo reintroducir los alimentos y cómo estimular sonidos que tal vez nunca habían sido pronunciados. Algunos padres lloraban al escuchar, por primera vez, una vocal que llevaba meses atrapada. Algunas madres temblaban al ofrecer la primera cucharadita, temerosas pero valientes.
Y sí, estaban las cifras: decenas de consultas, terapias y orientaciones. Pero pronto comprendimos que los números no podían contener lo esencial: la sonrisa de un niño que descubre que puede alimentarse sin dolor; el abrazo interminable de una madre agradecida; la mirada emocionada de un padre que, por primera vez, siente que el camino será un poco más amable.
Los médicos y cirujanos también salían transformados. Uno de ellos comentó que, aunque la cirugía les mostraba el inicio, era en nuestro acompañamiento donde entendían el verdadero impacto de su trabajo.
“La reparación física es solo el primer paso —dijo—. Ustedes nos enseñaron que la verdadera recuperación se mide cuando el niño logra comunicarse, comer, jugar y vivir sin miedo”.
Entre los rostros que pasaron por nuestras manos hubo historias que se quedaron en el corazón. Una de ellas fue la de dos hermanos provenientes del Vaupés, pertenecientes a un grupo indígena que había viajado días para llegar hasta Yopal.
La menor, con labio fisurado, observaba todo con una mezcla de curiosidad y timidez. Su hermano mayor la acompañaba como un pequeño guardián, hablando por ella cuando el miedo la hacía callar. Verlos allí, tan lejos de su territorio y confiando en un hospital desconocido, fue un recordatorio poderoso de que la salud también es un puente entre culturas, un acto de encuentro y de respeto.
También conocimos a un bebé de apenas ocho meses, tan pequeño que parecía perderse entre las sábanas. Era increíble observar cómo, después de la cirugía, un simple gesto —como intentar succionar— se convertía en un acto de valentía. Su sonrisa todavía hinchada, todavía nueva, nos enseñó que a veces el cambio más grande cabe en el cuerpo más pequeño.

Pero no todos eran niños. También llegaron adultos con historias escritas en cicatrices. Recordamos especialmente a un hombre de 29 años que había pasado por más de diez cirugías desde que tenía solo seis meses.
Su voz era serena pero cargada de cansancio. Sin embargo, cuando recibió la noticia de que esta podría ser su última intervención, sus ojos se llenaron de un alivio indescriptible. Para él, cada cirugía era un capítulo más en la búsqueda de una vida sin estigmas, sin miradas incómodas y sin explicaciones constantes.
Y apareció también la historia de un joven que, a pocos meses de casarse, buscaba algo más que una corrección estética: quería recuperar la seguridad que un día perdió frente al espejo. Su emoción al imaginarse caminando hacia el altar sin temor, con la frente en alto, nos recordó que la fonoaudiología y la cirugía también pueden ser actos de amor propio, puertas hacia una autoestima renovada.

Al terminar la jornada estábamos exhaustos. Pero era un cansancio dulce, de esos que solo llegan cuando se ha entregado el alma. Caminamos hacia la salida sabiendo que ya no éramos los mismos. Habíamos visto la vulnerabilidad, la resistencia, la ternura, el dolor y la esperanza mezcladas en una semana que quedaría grabada para siempre.
“Dibujando Alegría” no fue solo una fundación. Fue una experiencia que nos mostró que la fonoaudiología es, ante todo, un acto de humanidad: un puente entre la ciencia y el corazón. Entendimos que acompañar a un niño a pronunciar su primera sílaba o a tomar su primer sorbo después de una cirugía es, en realidad, acompañarlo a recuperar su lugar en el mundo.
Aquella semana comprendimos que la alegría no se fabrica con herramientas ni se traza con precisión; nace del tiempo que damos, de la escucha genuina, de la empatía que ofrecemos y de ese impulso profundo de hacer del mundo un lugar más cálido y luminoso.
Escrito por: Edwin Alberto Carvajal Rodríguez y Oscar Javier Valencia Barrera
Bucaramanga
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